lunes, 16 de noviembre de 2015

Caer, sangrar, llorar y fallar

Llevo toda la vida huyendo.

Me recuerdo de pequeña y ya evitaba todo lo que me pudiera causar dolor. No jugaba en el patio porque caerme, golpearme con otro niño u objeto que pudiera lastimarme me daba terror. Estudiaba mucho para no ver notas más bajas que los demás, no sentirme inferior ni menos capaz que nadie. No soportaba fallar, y estando sola nadie podía remarcarlo.

Al crecer no cambiaron mucho las cosas. De adolescente no me gustaba abrirme a la gente, simplemente porque no quería darle armas con las que pudieran hacerme daño más adelante. No confiaba del todo en nadie porque veía peligro potencial en todo. Creé una máscara y la pegué a mi piel, quise que se confundieran a pesar de que notaba cada día quién estaba debajo. Aprendí nuevas formas de huir, potentes. Perder la conciencia de la realidad era la prioridad. Negar la piel que subyacía, olvidarla.

Aún así me caí, sangré, lloré, me sentí inferior y fallé.

Luego encontré personas que dolieron por accidente. Entonces la máscara se hizo más fuerte, les sonreí y fingí que no pasaba nada. Llegué a creer que no pasaba nada. Porque mientras uno huye se siente bien, liberado y feliz, parece que el dolor se queda lejos. La realidad es que no podemos huir toda la vida, y cuando paramos para descansar descansar, agotados, y miramos hacia atrás vemos que el dolor sigue en el maldito mismo sitio.

Supongo que era en ese momento cuando corría más rápido, sin mirar atrás, sin mirar hacia ninguna parte. Corría lejos para que el dolor no volviera a cogerme. Lejos de todos y de mí, donde no existía la realidad ni el tiempo ni las voces de nadie.

Hace apenas unos meses que dejé de huir de verdad. Y tengo que decir que la vida duele, es injusta, cabrea, desgarra, molesta y maltrata. Después de tanto tiempo al principio se hace insoportable quedarse en el sitio, con el dolor, sin huir. Sabes que si te quedas ahí el dolor no se irá como siempre y quieres, más bien necesitas, volver a correr. Las ideas obsesivas se vuelven parte de ti. Pero esta vez has decidido quedarte.

La estúpida droga de huir...

Primero luchas contra el dolor. Le insultas, golpeas, escupes y maldices a toda la creación por hacer que exista algo tan inútil y horrible como eso. Sufres la ira como parte de ti hasta que miras al dolor a los ojos y te ves ridícula y minúscula. Patética. Te sientas en el suelo y lloras días, semanas, meses. Dejas de vivir mientras el dolor sigue ahí de pie, a tu lado e inmutable.

Vencida, quizá acurrucada en el suelo, empiezas a mirarlo. "Va a permanecer", suspiras.  Te sientes extraña, apaciguada de alguna forma por cada detalle que descubres en él. Te das cuenta de que nunca antes te habías fijado en sus detalles, más bien curvos y suaves. "Qué raro...". Le sonríes vagamente y piensas que quizá la imagen mental que tenías de él era equivocada, quizá podrías quedarte un poco más y abandonar los prejuicios. Conocerlo.

El dolor no es agradable, no opina lo mismo que nosotros casi nunca. Es una compañía difícil pero parte de nosotros, y sin él no aprenderíamos a alejarnos de lo malo, no sabíamos buscar alternativas a lo que no nos gusta, ni sabríamos bien como querer a nadie (porque no entenderíamos su dolor). Cuando me di cuenta de esto, se me empezó a hacer más fácil aceptarlo. También quitarme la máscara y ver quién soy, decidir mi vida y querer a los demás.

No me hace falta huir nunca más.

Por eso ahora acepto caer, sangrar, llorar y fallar.


PD. Sí, sigue doliendo.